Caras y caretas cordobesas

Se llega al final del relato ficcional publicado en la revista en 1904, que apuntaba contra un título de abogado que un ministro de Roca habría obtenido en Córdoba sin cursar la carrera. El cuento generalizaba el hecho, y la Docta era mostrada como una plaza educativa falaz.

Cultura 05 de junio de 2024 Víctor Ramés Víctor Ramés
Camino a Cba. 2

Por Víctor Ramés

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Córdoba, la ciudad del título fácil (Segunda parte)

En el cuento con moraleja política que se viene transcribiendo, un muchachón alemán llega a la Argentina porque su padre, un pianista perteneciente a la nobleza, se lo ha sacado de encima enviándolo a Sudamérica, ya que allá cualquiera obtiene un título sin esfuerzo, e incluso sin formación ninguna. El joven Eitel había decepcionado al padre como alumno suyo de música, a la vez que exhibía una ineptitud para el resto de los oficios y era firme candidato al fracaso. Si bien la fábula que cuenta P. J. Portillo, su autor, parecía que apuntaba a criticar el sistema educativo argentino, su propósito se dirigía en realidad a señalar que uno de los ministros del gabinete del presidente Roca -no se dice quien- habría viajado a Córdoba unos meses antes, es decir a fines de 1903, para gestionar un título de abogado que -tal vez fuese vox populi- no se había ganado estudiando en la universidad. De ese modo, la educación en Córdoba y la universidad misma era salpicada por esta fábula, si tanto podía hacer el periodismo con ropajes literarios.

Se retoma aquí el relato de Portillo titulado “Camino a Córdoba”, publicado por Caras y Caretas en febrero de 1904.
“Como su hijo Eitel fuera también dilettanti, pero sin los conocimientos necesarios en Alemania para conseguir el diploma de profesor, decidió mandarlo a Süd-Amerika, donde, según le han dicho, son menos exigentes y es profesión muy lucrativa.
El día que lo encontré saliendo del Conservatorio, acababa de rendir examen teórico práctico, en el que salió reprobado por unanimidad.
El profesor Herr Utto le ha dicho, por vía de consuelo, que atribuye el fracaso a no saber solfear bien en castellano, y «más que nada a la envidia que los criollos tienen al extranjero, nacida de su inferioridad evidente en el noble arte de la música».
Pero Von Dingen atribuye su verdadero valor a ese consuelo, que no ha tenido otro resultado que obligar más su agradecimiento hacia el noble y piadoso amigo.
Si por algo anda por ahí, dado a todos los diablos, vociferando y echando sapos y culebras en alemán, contra el colegio de profesores que lo reprobó, es por no confesar de plano sus escasos conocimientos, y también porque creía que en Süd-Amerika bastaba, casi, tocar de oído para ser profesor.”

El humor es solapado, hasta aquí, pero entonces, en unas pocas líneas, el narrador describe la conciencia del joven que se muestra convencido de haber sido víctima de una injusticia, aunque -en el fondo- sabe que se merecía reprobar. Aquí introduce el autor un eficaz giro jocoso, antes de retomar la historia:
“Él sabe muy bien—y en esto está de acuerdo su protector Herr Utto— que se equivocó, quizás por no conocer bien todavía el español, cuando a la pregunta de uno de los examinadores: «¿En qué se diferencia el barítono del tenor?» Contestó, después de bien prolongado silencio: «La diferencia está en que el tenor casi siempre hace el papel de enamorado, y el barítono el de traidor».
Así como en el examen práctico, al ejecutar la marcha del Fausto no estuvo feliz, comiéndose algunos compases enteros y se olvidó de algunos bemoles, debido probablemente a ser muy corto de vista.
A pesar de todo, él acepta, resignado, el fallo de la mesa examinadora, y ha resuelto ponerse a estudiar con la perseverancia y energías de que es capaz un sajón, habiéndose ofrecido su buen amigo Herr Utto a darle lecciones gratuitamente.”

El simplón de Eitel después de todo, tenía tenacidad, aunque quién sabe si esto era suficiente. Entretanto, el viático provisto por el Von Dingen de Hamburgo, su padre noble, se agotaba y llegaba el momento de ganarse los porotos:
“Pero es el caso que su protector no le ha ofrecido también casa y comida, y como los mil marcos en oro que trajo de su casa, ya han ido a parar a la caja de conversión, Von Dingen se encuentra en muy serios apuros.
En la casa de pensión en que se aloja, vive también un empleado del ministerio del interior, con quien ha hecho relación bastante estrecha.
El otro día, viendo acercarse el fin de la quincena y con ello la presentación —por parte de la dueña a quien la música no enternece mucho— del consabido recibo por otra quincena adelantada, se ha decidido a confiar su angustiosa situación al empleado amigo, quien no ha hecho oídos de mercader y ha tomado tan a lo serio la cosa, que después de mucho cavilar le ha sugerido una idea salvadora, tomada en acuerdo de empleados en la oficina”.

Se prepara el cuadro final: la solidaridad del hombre de pensión, de los argentinos laburantes, se apresta a dar asistencia a Eitel Von Dingen; y el autor, por su parte, a asestar su golpe de gracia contra los aires académicos cordobeses. Asistimos por fin al desenlace de la historia en palabras de P. J. Portillo:
“—Vea, mi amigo Fondingue —como él le llama —le dijo– anteayer después de la cena, he hablado de usted con mis compañeros de trabajo, y hemos arreglado conseguirle pasaje oficial para Córdoba. Allí hay universidad y es muy fácil conseguir diez puntos en cualquier cosa. El mismo ministro, usted sabe que volvió de allí no hace mucho tiempo con su diploma de abogado completo.
Usted llevará varias cartas de recomendación que le entregaré mañana, junto con el pasaje, y ya verá como saldrá bien, porque allí no andan con tantas pavadas como en el Conservatorio; allí lo mismo da serenata que cavatina.
El empleado del ministerio cumplió su palabra. Entre los pasajeros del tren a Córdoba, va Eitel Von Dingen, según lo confirmarán mañana los diarios en la «Vida social».
Lleva pasaje de ida y vuelta y cuatro cartas eficaces, con el sello y firma auténticos.
Va vestido con la misma levita, el mismo pantalón y con la misma galerita con que desembarcó, y que siguen quedándole chicas y cortos.
¡Dios quiera que vuelva con los mismos puntos que trajo el ministro! por ser de estricta Justicia, etc.
P. J. PORTILLO.”

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