Un encomiable esfuerzo ha realizado Netflix para honrar el épico “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez a través de una serie disponible desde hace algunos días, que no se decide a adecuar de modo radical lo novelado y hasta apela a la voz en off, una herramienta obvia en estos casos.
Caras y caretas cordobesas
Ilustrado con imágenes de los primeros años del siglo veinte tomadas del semanario de Buenos Aires, prosigue aquí un repaso posible del carnaval de Córdoba en base a diversas citas desde fines del siglo diecinueve.
Cultura26 de junio de 2024Víctor RamésPor Víctor Ramés
Fotos y memorias del docto carnaval (segunda parte)
En su tesis Córdoba en carnaval: modernización, hegemonía y resistencia (1880 -1910), Marcos Javier Carrizo se interesa por la historia de los discursos racistas en la ciudad de Córdoba, cuando esta capital del interior atravesaba el proceso de modernización provinciana. Para enmarcar su temática, hace una contextualización válida para ver aspectos macro de un cambio cultural. Allí se lee:
“En algún momento de la segunda mitad del siglo XIX el carnaval tradicional en América incorporó los corsos, es decir el desfile de carruajes y comparsas, y también los bailes, sea en el formato público o privado; y de esta manera es como fue surgiendo el denominado “carnaval moderno” con estas influencias europeas provenientes del Carnaval de Venecia (Chasteen, 2007). Las nuevas formas de festejar el carnaval tomaron prestado de las viejas prácticas hábitos como el juego de agua, que fueron permanentemente combatidas desde los espacios de la prensa a través de decenas de artículos.”
Ese proceso se puede constatar hasta en un punto de Córdoba lejos de la capital, en 1881, reforzando la certeza de la formalización del carnaval en pueblos y ciudades pequeñas. El autor de la cita, Edward Frederick Knight, (1852-1925) fue abogado, navegante, soldado y periodista y escribió una veintena de libros desde diversos paisajes del planeta. Incluso desde los frentes de batalla, lo que le causaría la pérdida de un brazo durante la guerra Anglo-Boer. En 1881 había llegado al puerto de Buenos Aires en la embarcación bautizada como Falcon. Emprendió viaje por tierra hacia Tucumán, y recorría Córdoba, en cuya capital permanecería tres días. Anotó en su libreta el paso por Bell Ville junto a sus acompañantes. En el pueblo cordobés, al que muchos seguían llamando Fraile Muerto, se festejaba el carnaval:
“Baldazos de agua eran arrojados libremente a los que pasaban y cada quien andaba armado con su inevitable pomito que arrojaba agua florida. Las pequeñas pícaras de ojos oscuros se la tomaron con los navegantes del Falcon, mojándolos con agua fría con esos instrumentos detestables. La noche fue de parranda y se oía a través de la puerta abierta el tañido de la guitarra, mientras al menos doce bailes se llevaban a cabo en diversos lugares de la ciudad; de verdad, había tantos bailes como casas, ya que todos los estancieros, rancheros y gauchos de cuatro leguas a la redonda se habían dado cita en Fraile Muerto para la ocasión. Por todas partes las risueñas muchachas campesinas se entregaban al espíritu de las danzas nativas, salvajes y hermosas. Las carreras de caballos, las peleas de gallos y el baile son las únicas diversiones de la Pampa, y la última es la única que el bello sexo puede compartir con el sexo fuerte.”
Los viajeros presenciaron también allí un desfile de varias carretas de bueyes adornadas con papeles y flores, una de las cuales transportaba a una pequeña orquesta popular con sus músicos tocando, vestidos con túnicas amarillas que le recordaron a Knight la vestimenta de las víctimas de la Inquisición. En otra carreta había “chinitas” vestidas en uniforme rojo y negro, perfumadas de agua florida. Mientras tanto, dos paisanos arrojaban a derecha e izquierda un chorro de agua que brotaba de una máquina hidráulica como un carro de bomberos. En todo participaba con naturalidad la concurrencia.
Córdoba resulta ser un escenario interesante para analizar los choques históricos entre el impulso modernizante del liberalismo y las posturas regresivas, en lo social y cultural, del clericalismo. Aquí podían perfectamente convivir, en los mismos actores políticos, ambas tendencias sin aparente contradicción. Para la cuestión del carnaval, conservadores y liberales coincidían en censurar el uso del agua como un elemento de juego, que cuanto menos resultaba invasivo y, en una perspectiva más recalcitrante, incluso inmoral.
El diario católico La Conciencia Pública publicaba, en febrero de 1885, un aviso permanente su columna editorial destinado a repetirse durante varios días, debido a la proximidad del carnaval. Con el sencillo título de “El carnaval”, la publicación destacaba arriba la siguiente declaración en negrita:
“El juego del Carnaval es anticatólico e inspirado por la herejía; es inmoral, antisocial, antipolítico, antieconómico y antihigiénico.”
Con semejante copete, nada podía asombrar del largo texto e insistente texto donde el carnaval aparecía vinculado al demonio. Era ya finales del siglo XIX, y Córdoba seguía distinguiéndose por un catolicismo rezagado en la historia. El texto que se cita es difícil de creer en un medio de prensa provinciano moderno. Se estaba cerca de los últimos tiempos del juarismo, aunque a eso nadie lo sabía aún. Se lee en la nota sobre el carnaval:
“Se acercan ya los días en que el espíritu del mundo y el disfrazado sensualismo hace ostentación pública de sus protestas contra la religión y la virtud, en que el pecar sin rubor en las calles y en las plazas recibe el pase y el saludo de la civilización liberal, y aun ¡quién lo creyera! los afectos y respetos de pueblos católicos.”
Parecía describirse el juicio final al caracterizar esos “días como escándalos, malditos” que se aproximaban. Aun en el marco de la perorata, se propone el escrito, para ilustrarnos, una descripción de ese enemigo moral del reino:
“¿Qué es el carnaval, qué objeto y a qué fin nos conduce?
Este interrogatorio indispensablemente debe hacérselo toda persona que no se contente con el rol de ciego instrumento del hecho, sino actora consciente de una obra buena o mala.
El carnaval es una diversión particular o pública que se tiene en las casas, calles o plazas, mojándose recíprocamente las personas de diferente sexo voluntaria o involuntariamente, sin término ni medida.”
Llegado a ese punto el discurso, ha quedado revelado el quid del halo brutal con que el carnaval desafía a la verdad de la fe. Más atrás de eso, no existe ningún otro infierno.
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