Caras y caretas cordobesas

Dos relatos escritos por la cordobesa Leonor Allende se pueden encontrar en publicaciones de Buenos Aires. El primero de los cuentos, salió en “Caras y Caretas” en agosto de 1903, cuando la autora contaba solo 20 años.

Cultura02 de diciembre de 2024Víctor RamésVíctor Ramés
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Leonor Allende y la ilustración de un cuento suyo por Eusevi, en Caras y Caretas, 1903.

Por Víctor Ramés
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Leonor Allende en dos revistas porteñas (Primera parte)

 A Leonor Allende de Buffo (1883-1931) se la reconoce como una de las primeras mujeres periodistas argentinas, y una escritora con varios libros publicados: las novelas Flavio Solari (1907), Don Juan Zeballos (1912), la monografía Arquitectura maya (1914) y dos libros que conocieron ediciones póstumas: El libro de los cielos (1942) y El misterio de Ur, publicada por primera vez en 1947, con prólogo de Martín Gil, y reeditada en 2021 en la colección Las Antiguas por Buena Vista, prólogo de Leticia Rescia. Permanecen inéditas la tragedia El nobilísimo señor de Ollantaytambo, príncipe de Chimu, y su amor, escrita en 1916, y la novela La llama, escrita en 1923. Como periodista colaboró con varios medios cordobeses y nacionales, entre ellos el semanario Caras y Caretas y la publicación Plus Ultra.

Casada en 1914 con el artista italiano Guido Buffo, radicado en Córdoba en 1910, también ilustrador de algunas de las notas y ediciones de su esposa. Luego de unos años se radicaron en Córdoba, en Los Quebrachitos, Unquillo, donde hoy se levanta la Capilla Buffo, monumento en cuyos muros el pintor y arquitecto retrató a Leonor y a la hija de ambos, Eleonora, fallecida diez años después de su madre y, como ella, de tuberculosis.

Aquí recogemos un par de narraciones de Leonor Allende. La primera de ellas es un cuento publicado en Caras y Caretas, en agosto de 1903, cuando la autora contaba veinte años.

 

“Hojas de árbol caídas

Era el aniversario de aquel día inolvidable, en que ella y él, dándose la mano, emprendieron el áspero camino que su mutua abnegación embelleciera y suavizara.

Sentados en el viejo sofá de vaqueta, testigo mudo de sus alegrías y de sus pesares, miraban a sus nietos v se veían en ellos, evocando el pasado lejano y encontraban endulzadas por el tiempo muchas amarguras y muchas penas.

— Mi suerte, hijita, fue que me encontraras de tu agrado en aquella tertulia en casa de mi tía...¿te acuerdas? Yo venía de Córdoba, con mi pobre almita destrozada por la primera desventura y había jurado no volver a las andadas... Lo que son esos juramentos de los dieciséis años, no?... Cuando te vi del brazo de mi primo Mateo, con aquella sonrisita picara que tenías y aquel modito de mirar, se me borraron los malos recuerdos de la provincia y me pareció como que me daban un tironcito... Porque, eso sí, che, que no se puede negar: las

porteñas se derriten y se han derretido siempre por los provincianos...

–  ¡Cómo no!... Los provincianos deben tener alguna salsita que se los hace apetitosos... porque lo que es así, en seco no más, pasan con dificultad.

— ¿Ve? Eso es cierto...! Y por ello te he agradecido siempre el empeño con que me coqueteabas por purita caridad. Qué vestiditos aquellos color de rosa con que

me tentabas y cómo te sabías hacer valer...!

—Ya lo creo...! ¡Debo haber tenido un interés grandísimo, viéndote tan elegante con los pantalones de cuadritos que usabas y aquel jaquet color canela con el talle por los talones...!

—No sé, che...! El caso es que te dio un ataque de nervios cuando me encontraste en la cartera aquel envoltorito de pelo de mi novia de la tierra, que yo conservaba...

—Acuérdate, Maximino, que nunca pudiste probar que fuera pelo, no faltando personas de la familia que dijesen que era estopa...

—Estopa?... Desgraciadamente era pelo, y pelo de novia...! Qué bárbaro, tan grande debo haber sido yo en ese tiempo, mi hijita... y cómo me avergüenza hasta recordar mi primera aventura amorosa, a pesar de haber sido ella quien me hizo encontrarte en mi camino!...

—Tal vez si no me encuentras hubieras sido feliz en la vida, Maximino...! Te hubieras casado con alguna comprovinciana, rubia y gentil...! Recuerda que tu tipo ideal no fueron nunca las mujeres como yo... y que yo he sido casi un accidente, no más...

–Si no te encuentro entonces, hasta ahora andaría como ánima en pena, buscándote, no te quepa duda...! Figúrate que cuando vine de mi tierra con aquel trajecito que tanto te impresionó, era nada menos que la primera estrofa de un sentido poema de amor, muerto sin

haber nacido. Cuando cursaba mi quinto año de preparatorias, se mudó al lado de casa, acompañado de Clarita, su hija, nada menos que el profesor de francés, mi enemigo

irreconciliable y la víctima obligada de mis travesuras, por un sentimiento instintivo de antipatia que aun hoy no consigo explicarme. La muchacha, una rubia opulenta de carnes

y con unos ojos celestes capaces de cualquier atrocidad, comenzó por introducir toda una revolución en mi existencia, haciéndome abandonar mis desparpajos de muchacho callejero y mataperros, y acabó por transformar mi antipatía hacia su padre, en una loca y avasalladora

simpatía, que se hacía extensiva hasta el cuzco, que pasaba su existencia dormitando en el hueco de la ventana... Llegamos á una cita de amor con C!arita... Ella me esperaría á las diez de la noche en el fondo de su casa y conversaríamos largamente por sobre el muro medianero... Hijita!... Feliz de ti que nunca has tenido que trepar una pared para hablar de amores a las diez de la noche! Es horrible...! Yo llevé una endeble escalerita del servicio interno de casa y por ella ascendí hacia mi cielo... Allí estaba Clara con sus dulces ojos azules, su busto espléndido para su edad—quince años — y su dorada cabellera tentadora... Quise hablarla, pero la voz se me ahogó en la garganta, pues algo así como un temblor, me anunció que mi escalera me iba á dar un mal rato, y de repente ¡zas! el anuncio fué un hecho...! Yo me desplomaba. Sin saber lo que hacía, buscando un punto de apoyo, mis manos se enredaron entre aquellas hebras de oro, que eran mi tentación, y tras un momento de angustia en que sentí su cabeza doblarse hacía mí, mientras su boca lanzaba un grito desgarrador, concluí mi ruidoso descenso, llevando entre mis dedos, como recuerdo do mi primera cita de amor, algunas hebras de su cabello, precisamente aquellas que tú confundiste, por maldad, con un montón de estopa...!”

 

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